martes, 26 de abril de 2011

Mi amigo invisible

Acabo de finalizar una serie de operaciones matemáticas, más rudimentarias e intuitivas que exactas, y el resultado me ha dejado perplejo. Calculando que debo pasar, cuando menos, una hora y media cada día frente al volante de mi automóvil, descubrí que la suma total de las horas que dedico a rodar sobre el asfalto a lo largo del año equivale a poco más de dieciséis días. ¡Carajo, dieciséis días! ¿Cómo avergonzarme, pues, de confesar que los sobrevivo gracias a la compañía de mi amigo invisible?
Desde el interior del automóvil, mi amigo invisible (que hace de copiloto) y yo, asistimos cada día al espectáculo de la autopista, que se nos va desvelando constantemente al otro lado del parabrisas. ¿A dónde van con tanta prisa tantos hombres y mujeres? Los vemos afeitarse o acicalarse el rostro frente al espejo retrovisor mientras avanzan entre la multitud de vehículos. Los vemos sorber el café matutino, prender un cigarrillo y hablar por el celular. Lo hacen todo al mismo tiempo y con una sola mano –con la otra se aferran al timón y, según se los demande la prisa, hacen sonar el claxon. “¡Cuidado!” me advierte el compañero, “allá viene otro temerario derrochando su repertorio de maniobras suicidas.” Mi amigo invisible y yo, que no somos tan pretenciosos, dejamos que el intrépido avance y retomamos la conversación del día.
Uno de nuestros pasatiempos preferidos consiste en imaginar que los otros conductores también tienen amigos invisibles (insisto en que estar solo dentro de un automóvil equivale a una doble soledad). Así, mi camarada y yo jugamos a recrear lo que los otros conductores se dicen con sus amigos invisibles. “Mirá,” me dice, “ese del auto de al lado se parece a Juan José Millás. Qué digo, es Millás en persona.” Yo no sé si ese tal Juan José Millás conduce un Dodge, pero me queda claro que de nosotros dos, mi amigo invisible es el único “culpable de literatura, de fabricaciones irreales,” como decía Cortázar. “Esta es una fácil,” continúa, “seguro que ahora le repite a su amigo invisible lo mismo que alguna vez le leí:” No sabemos qué cosas unen y qué cosas separan. Las vías de circunvalación, que tan cerca nos ponen lo lejano, nos alejan de nuestros vecinos de enfrente, a veces también de nosotros mismos.
“Ves,” concluye ufanamente, “si Millás no estuviera tan lejos, en la jurisdicción del carril vecino, llegaría hasta él y le pediría un autógrafo.”
El Dodge se aleja todavía más, se une al carril que corre a su derecha y deja entre nosotros una galaxia de hormigón que nos separará por siempre y para siempre. “Lo ves,” vuelve a decirme el camarada, “como nosotros los amigos invisibles nunca estamos delante del volante, sabemos más que los conductores de las cosas que nos unen y de las que nos separan.”

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